El hervidero

cudillero

Cudillero. 14 de abril de 2017. Foto: Miki López

Hace unos 30 años, los padres de Lisardo regentaban el bar «El Puerto» de Cudillero. Cerraba un día por semana, y alguna vez aprovechamos para ensayar en aquel local improvisado donde intentábamos sin mucho éxito afinar gaitas, flautas y violines en lo que era el primer germen de un grupo folk que terminaría convirtiéndose en N’arba. Al terminar el ensayo miré por la ventana. Un viento cargado de salitre barría las calles solitarias del puerto que comenzaban a iluminarse ténuemente con la luz de las farolas. Toda la vida viví al lado de Cudillero, pero desde aquella tarde siento una fascinación especial por este pueblo.

El viernes paseaba otra vez por sus calles, convertidas en un hervidero de turismo que da vida y prosperidad a la villa. Sin muchos agobios se podía entrar en los bares repletos de barullo y buen vino. Entre el tumulto de los chigres, es fácil distinguir a los pixuetos, que se acostumbraron bien a las visitas sin perder esa socarronería marinera que les hace tan especiales. La rula, el anfiteatro, las escaleras y las empinadas cuestas se convierten en los escenarios preferidos para tomarse las fotos de rigor en un ambiente primaveral y agradable.

De vuelta al coche, pasamos otra vez delante del restaurante «El Puerto». La terraza seguía repleta de clientela y los camareros, bandeja en mano, corrían ágiles entre las mesas. Hace ya muchos años que no lo regenta la familia de Lisardo, pero mantiene el mismo aire nostálgico de aquella tasca marinera de finales de los ochenta. La vieja tasca en la que un día me enamoré de Cudillero.